Historia del café
La historia del café: de cómo una semilla conquistó a reyes y papas, a burgueses y a trabajadores, y cambió el mundo entero.
Cada mañana, poco después del amanecer, Said Ahmad Wardah recorre las estrechas callejuelas del casco viejo de Saná para abrir su pequeña tienda. Nada más entrar, pone a calentar agua en un hornillo de queroseno, coloca unos vasitos encima del mostrador y espera a que vayan llegando los hombres después de orar en la mezquita. Lo que les ofrece es la especialidad de la casa: café yemení.
Nadie sabe cuándo en la antigua capital de este árido país del extremo sudoeste de la península arábiga a alguien se le ocurrió por primera vez tostar el fruto del árbol del café sobre una losa de piedra, molerlo y luego hacer una infusión de agua. Lo único cierto es que cuando, en el siglo XVI, los primeros marineros europeos llegaron al puerto de Al-Mukha, hacía ya mucho tiempo que los yemeníes habían desarrollado el gusto por el sabor de una bebida que, al cabo de pocas décadas, llegaría a convertirse en patrimonio cultural del mundo entero.
Lo que trajeron consigo portugueses y holandeses de sus viajes más allá del cuerno de África y que llamaban Moka, es lo que los yemeníes denominan “bunn”. El nombre viene asociado a un breve apogeo económico dentro de la historia de este país. Mientras se iban abriendo en una ciudad comercial europea tras otra réplicas del pequeño negocio de Said, Yemen todavía seguía disfrutando del monopolio del café.
Hoy en día, sin embargo, el café yemení, aunque sigue siendo muy apreciado, es una rareza. A pesar de que en el mercado mundial el café constituye, tras el petróleo, la segunda materia prima en importancia –una materia prima de la que dependen más de 25 millones de personas–, desde que un peregrino musulmán llevó la semilla de la planta (conocida oficialmente desde 1737 como coffea arabica) al sur de la India y de allí pasó a Java, llevada por los comerciantes holandeses, Yemen apenas se beneficia de ello. En la actualidad, el café se cultiva extensamente en Indonesia, en América Central y en América del Sur.
Parece que el cafeto tiene su origen en los bosques montañosos de Gamo-Gofa, Sidarno y Kefa (también llamado Kaffa), en Etiopía. Este último topónimo tiene un sonido similar al de la palabra árabe para designar el café, “qahwah”, de la que derivaría nuestro nombre para dicha infusión. Aunque esta explicación no cuenta con la unanimidad de los lingüistas, lo que sí sabemos es que la palabra árabe para café esta relacionada con una regla de conducta aplicada a los musulmanes. Qahwah no es otra cosa que el vino, prohibido para los seguidores del Corán.
Los inicios de la cultura europea del café están mejor documentados. Empezó después de la guerra de los treinta años, a mediados del siglo XVII, cuando surgieron las primeras rutas comerciales desde la península arábiga – por mar, pasando por Italia, y por tierra, a través de los Balcanes – y paralelamente se fue desarrollando una red de distribución en las capitales comerciales. Y mientras los cafés tostaban sus propios granos, los farmacéuticos y los comerciantes ambulantes turcos vendían semillas sin tostar a los particulares.
El efecto más destacado que el café parecía provocar era la predisposición de la gente a la sociabilidad. Así, a mediados del siglo XVII, estaba de moda en las cortes europeas consumirlo en interiores orientalizantes y vestidos a la turca. La tendencia se denominó “mode à la turque”. Como todas las modas, vino y se fue, lo mismo que la desazón del Vaticano – el papa Clemente VIII, por temor a los misteriosos peligros de una bebida posiblemente demoniaca, antes de entregarse a su deliciosa aroma, como medida de precaución bautizó su primera taza.
Hoy en día ya nadie se cree que el café sea afrodisíaco. Ello se debe, en parte, a que las emergentes clases medias, en muchos lugares imbuidas de una ética protestante y con una visión racionalista de la vida, adoptaran una perspectiva más objetiva del tomar café. Al principio, se creyó que los granos servían de antídoto para el tan extendido alcoholismo. Luego, el café de la mañana pasó a simbolizar la laboriosidad y sobriedad burguesas, combinadas con un afán de buenas compañías y un buen estilo de vida. Y así empezó a tomarse café en muy diversos ámbitos, unos frecuentados por hombres, como los cafés, y otros, como las tertulias privadas, predominantemente femeninos.
El café moviliza las reservas de energía. El placer del café parecía simbolizar a la perfección una nueva clase social, que gustaba de transformar las antiguas costumbres aristocráticas con una nueva perspectiva terrenal. Y el gusto por lo decorativo, expresado mediante los servicios de café de porcelana pintada a mano, por lo que se llegaban a pagar pequeñas fortunas.
Durante el siglo XIX, el café se popularizó entre la clase obrera –sobre todo como sustituto de la comida. Un trago de café, ingerido incluso en un puesto callejero y en una taza tosca de hojalata o de esmalte, creaba la ilusión de la comida caliente. En las breves pausas durante las agotadoras jornadas de trabajo, el café era capaz de movilizar hasta las últimas reservas de energía.
La creciente popularidad del café y el creciente número de zonas de cultivo estimularon la creatividad de los tostaderos y de los establecimientos de cafés, hasta el punto de generar, como en Italia, un léxico completo para describir sus legendarias variantes: cappuccino, macchiato, latte macchiato, ristretto, lungo, corretto, caffè latte…
Como inspiración proponemos:
Café vienés
Ingredientes (para 2 personas)
100 gr de cacao en polvo
500 ml de café exprés
200 ml de nata para montar
Azúcar al gusto
1 pizca de canela en polvo
- Para obtener el café vienés, lo primero que debemos hacer es preparar el café exprés. Con este método de preparación obtenemos un café mucho más rápido y concentrado.
- Servimos el café exprés en dos tazas individuales, añadimos una cucharadita de azúcar y removemos. En un cazo, fundimos el chocolate con 50 mililitros de la nata líquida, preferentemente al baño María.
- Cuando esté listo, lo repartimos entre los dos cafés y lo mezclamos. Incluso, si lo preferimos, podemos mezclar el café con el chocolate antes de servirlo y batirlo para que quede una mezcla más suave.
- Montamos el resto de la nata con una pizca de azúcar hasta que esté firme. Coronamos el café vienés con la nata montada y lo espolvoreamos con un poco de canela en polvo. Lo servimos de inmediato en tazas de cristal o copas pequeñas.
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